"Hay un mundo de escritores, de traductores, de editores,
de agentes literarios, de periódicos, de revistas, de
suplementos, de reseñistas, de congresos, de críticos,
de invitaciones, de promociones, de libreros, de derechos de
autor, de anticipos, de asociaciones, de colegios, de academias,
de premios, de condecoraciones. Si un día entras en él
verás que es un mundo triste; a veces un pequeño
infierno, un pequeño círculo infernal de segunda
clase en el que las almas no pueden verse unas a otras entre
la bruma de su propia inconciencia".
Augusto Monterroso
('Subcomedia', de La letra e)
A las
naderías o brillanteces biográficas de cualquier
escritor accedemos o bien mediante las insensateses y embellecimientos
que cada quien descuelga como desprevenidamente en entrevistas
y breves solapas, o bien y fundamentalmente, mediante biografías
y autobiografías, género ríspido, desconfiable
y vapuleado si los hay, y al que Augusto Monterroso cedió,
aunque siempre un poco heterodoxamente, luego de un meditado
rodeo intelectual del que hay constancia, por si a alguien se
le ocurriera reclamarla, en cualquiera de sus anteriores libros.
Pero lejos del ruido biográfico y lejos también
de la obvia y contundente evidencia de la escritura, cuáles
son los gestos y detalles que terminan por redondear la actitud
literaria de un escritor y hacerlo absolutamente distinto a cualquier
otro. En el caso de Augusto Monterroso, escritor nacido en Honduras,
guatemalteco por convicción y mexicano por adopción,
acaso ese antiguo antojo de hacer una "antología
universal de la mosca" puesto que como dice en su libro
Movimiento perpetuo "la mosca invade todas las literaturas,
y claro, donde uno pone el ojo encuentra la mosca".
Y quizás también ese terror vergonzante a la idea
de que existan hombres que escriben para ganar dinero, y quienes
como escritores se agremian y reclaman derechos al estado, comisiones
o becas, puesto que como cualquier profesión, y mas bien
como cualquier profesión que trabaje con productos simbólicos
inconmensurablemente valiosos para el prójimo, se les
debe asegurar materialmente la existencia.
O Monterroso el palindromista maniático, el exégeta
del ingenio y la brillantez irónica, en la calle con su
libreta a cuestas por si un apunte ingenioso de un transeúnte
corriente tiene la irresponsabilidad de querer pasar al olvido
sin pena ni gloria. O Monterroso el miniaturista distraído,
responsable del legendario "Cuando despertó, el dinosaurio
todavía estaba allí" -y que, en honor a los
lectores hay que ceder a repetirlo, se trata del cuento mas breve
de la historia-.
Distraído miniaturista sí, puesto que como dice
con sensatez comnovedora en La brevedad, "lo cierto
es que el escritor de brevedades nada anhela más en el
mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos
en que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos,
cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan, vivan,
convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción
al punto y a la coma, al punto."
O Tito Monterroso, como suelen llamarle entre amigos, el también
distraído humorista que en Viaje al centro de la fábula
confiesa con imprevista amargura que "si lo quieres saber,
nada me desilusiona más que la consabida frase con que
alguien me informa entusiasmado de lo mucho que se rió
con mi cuento tal o cual, y el cuento es tal vez aquel que a
mí me emocionó hasta las lágrimas escribir,
o aquel en que logré introducir alguna experiencia amarga
de mi vida."
Y Monterroso el humorista que no quería serlo y Monterroso
el breve, supuesto predicador de una brevedad que no predica,
el ironista oximorónico puesto que a qué ironista
se le ocurriría ser ironista y al mismo tiempo sentimental,
a excepción tal vez de Swift, Montaigne, Cervantes y Borges, escritores a quien
con devoción Augusto Monterroso cita cada vez que puede.
Y todos esos Monterrosos juntos, sumados y hasta multiplicados,
no alcanzan, tampoco, a dar con quien quiera que sea Augusto Monterroso,
a quien se tratará de asir aquí, vana y brevemente.
***
Hagamos esto rápidamente: Augusto Monterroso nació
un 21 de diciembre de 1921, en esa ciudad que existe, se llama
Tegucigalpa y es la capital de Honduras. Clase media acomodada
y un linaje de abogados y militares. Una familia nómade
que viaja constantemente, y que recala, cuando el niño
Monterroso tenía cinco años, en Guatemala. Unos
pocos años en la escuela primaria, a trabajar, y a leer,
autodidacta y asistemáticamente, en las bibliotecas públicas.
A comienzos de la década del 40 funda la revista Acento;
en ésta y en El imparcial aparecen sus primeros textos.
Digamos que toda Centroamérica lo solicita como su 'Borges',
pero es regularmente antologado como escritor guatemalteco.
A diferencia de sus coterráneos Miguel Angel Asturias
y Luis Cardoza y Aragón, su contribución con los
antólogos suele ser breve. Sus primeros textos, datados
en los 40's y en Guatemala, coinciden con su militante oposición
al gobierno de Jorge Ubico, en el poder desde 1931. La firma
de Auguto Monterroso aparece en el legendario manifiesto que
exigía su renuncia, gracias a lo cual es detenido y gracias
a lo cual solicitará asilo en la Embajada de México,
fijando más tarde su residencia allí. Secretario
y cónsul en La Paz en 1953-54, y luego de la intervención
norteamericana, renuncia y exilio en Santiago de Chile. Regreso
a México en 1953, donde trabajará alternativamente
como investigador, editor, y becario. Se casó tres veces:
con la mexicana Dolores Yáñez, la colombiana Milena
Esguerra y la escritora méxicana Bárbara Jacobs,
tan solo "B." para los lectores de Monterroso.
Con ella vive hoy día, y con ella suele antologar cuentos
y cosas, de cuentos pues hay un libro reciente, Antología
del cuento triste, publicado en Alfaguara. Sus primeras publicaciones
son en diarios y revistas. Se apunta que El hombre de la sonrisa
radiante, de 1941, es su primer texto.
Ya sobre los 50' se anima con un par de plaquetas: El concierto
y El eclipse (1952) y Uno de cada
tres y El centenario (1953), cuatro cuentos
que integrarán mas tarde su célebre primer libro:
Obras completas (y otros cuentos) editado en 1954
por la Universidad Nacional Autónoma de México.
Monterroso advierte para siempre con este libro sobre su poco
respeto por los géneros en particular y sobre la coherencia
genérica en general. Le place el ensayo tanto como el
cuento, y el apunte como el chisme, y no ve nada malo en que
los libros sean libros que recogen nada más textos, como
los envases recogen el agua y otros licores posibles. La oveja
negra y demás fábulas (1969), sin duda el más difundido de
sus libros, agrega otro pesado malentendido al autor.
Al humorista que no quería serlo, y al predicador de lo
breve que nada predicaba, le suma ahora la del fabulista que
no fabula nada. Como diría Carlos Fuentes basta con imaginar
"a Jonathan Swift y James Thurber intercambiando notas"
para tener una idea más o menos cercana de la ética
literaria de este satírico impostor disfrazado de Esopo.
Se lo ha comparado con Iriarte y Samaniego, con Thurber, sobretodo
con Thurber. Tipificado como un anti-Esopo y un anti-Fontaine,
él mas bien ha dicho que "tenía una especie
de idea inmanente de lo que es una fábula, como todo el
mundo, ¿para qué buscar más?" (en Viaje
al centro de la fábula).
A esta
sarta de anti-fábulas y ovejas de dudosa moral, le sigue
Movimiento perpetuo (1972), en donde
además de reafirmar su militante eclecticismo genérico,
realiza su viejo sueño de antologar textos sobre moscas.
Lo demás es silencio (1978) es considerada su única novela,
pero problemáticas de género aparte, más
que novela, nouvelle, o disparate, se trata del nacimiento del
intelectual provinciano Eduardo Torres, una suerte de biografía
a varias voces (testimonios, todos ellos, de San Blas, su provincia)
que se completa en otros libros, ya que una y otra vez su cátedra
erudita le sugiere motivos a Augusto Monterroso, quien no duda
en saludarlo en sus escritos siempre que la ocasión no
sugiera finalmente admiración desproporcionada, y ni pensarlo,
envidia.
Viaje al centro de la fábula (1981) es un acto de justicia con la prensa,
recopilación de entrevistas con la que ilusamente Monterroso
supuso haber dicho todo lo que los periodistas del mundo querían
oír. La palabra mágica (1983) es, una vez más, una antojadiza
suma de textos misceláneos: mini-ensayos, mini-biografías
de escritores y otros hombres admirados, cuentos más o
menos puros -génericamente hablando- y un diseño
gráfico que integra páginas de colores, tipografías
juguetonas, dibujos de otros, y dibujos, por primera vez, del
propio Monterroso.
La letra e (1987) es una rara
clase de diario, en donde a modo de fragmentos se intercalan
lecturas anotadas de escritores admirados, comentarios literarios
generales, comentarios literarios precisos sobre una frase marginal
de algún escritor, citas a las que no fue, citas a las
que fue, cosas expresadas en conferencias que dio y en conferencias
que no dio, fallidas o inconvenientes o ridículas participaciones
públicas, breves homenajes a amigos, por lo general amigos-escritores,
chismes literarios que quieren ser lisa y llanamente chismes
literarios, partes de sus respuestas a cuestionarios de revistas
literarias, partes de lo que pensó cuando envío
esas respuestas, azoramiento ante ciertos criterios sobre todas
las cosas suceptibles de tener criterios, anécdotas porque
sí, en general referidas a libros, títulos, datos
y otras curiosidades bibliográficas.
Con Esa fauna (1992) Monterroso deja
de lado tontas humildades y convencido por sus amigos, hace públicos
sus dibujos, también expuestos alguna vez en la Biblioteca
Nacional de México. Llenos de gracia y picardía,
estas líneas anti-rafaélicas dibujan unas veces
a una ballena y un pescadito entrando por su boca, a modo de metafísica
lucha entre el bien y el mal, o contornean a Kierkegaard, Cervantes,
Samuel Johnson, con la misma belleza elemental con que se celebra
a un pato silvestre, a un perro pobre, o a una vaca sin adjetivos. Los buscadores
de oro (1993), quién lo
hubiera dicho, es finalmente una autobiografía de Augusto
Monterroso. Claro que el lector encontará aquí la
misma fiesta miscelánea que en cualquier otro de sus libros.
El único límite, y ese sí autoimpuesto severa
y drásticamente, era el de no pasar gato por liebre, autobiografías
por "automonumentos".
***
Si el
lector fuera un sacerdote, esta nota un confesionario, y estuviéramos
obligados a complicarlo todo buscando alguna insanía en
la literatura monterroseana, de seguro comenzaríamos por
decir que sus textos sufren en general de una elegante patología
literaria. Llámese provisoriamente a ésta, intimidación
o algo así como superconciencia literaria. La idea de que
caballeros como Jorge Luis Borges, Montaigne, Kafka o Cervantes fueron
demasiado suficientes, y acaso no se perdona del todo el escribir
pese a ellos.
Así que Monterroso escribe literatura alrededor de la
literatura, casi como todos, pero en su caso hay una intimidación
mas evidente, como si no se permitiera entrar en la literatura
completamente. Sus textos son formas oblicuas de narración,
constelaciones textuales huidizas, indefinidas y hasta temerosas.
Borradores más que sellos.
Todo
principia con una provisoria libertad, de texto que se va haciendo
a sí mismo sobre un proceso de asociación libre
en que la palabra navega tanteando, buscando con paciencia la
emergencia del asunto. Y entonces la palabra se enrosca, de pronto,
como una voluta, y encierra un lugar común o traiciona
paródicamente una frase hecha, un aforimso, un refrán
eventualmente. Y se dibuja un globito virtual sobre la palabra,
y la encierra por un momento. Una consideración momentánea
sobre la remota constelación de información que
trae esa palabra, las veces que ha sido dicha o escrita en la
historia del mundo.
Y luego corre, la olvida, sigue adelante haciéndose a
sí mismo, el texto, y una idea boba aparece cruzando el
camino, hay una pausa que considera si aquella merece o no merece
una digresión, y por lo general, merece. La digresión
es efectivamente el asunto, así resulta que la primera
promesa del texto se va sumisamente al diablo.
Los
textos de Monterroso consienten, en el texto, a todos los otros
textos del mundo. Un sofocón conciente, intimidante y
quizás por eso mismo lúdico, lo asalta cada vez.
Se está escribiendo sobre otras muchas escrituras, y la
presión de todo eso otro insiste, rompe la cáscara
del texto, y sube, tomando la superficie. Acobardando a esas
primeras líneas audaces, desprevenidas, que han osado
creerse primeras, considerarse limpias, nuevas en la historia
del mundo.
Es la suya
una escritura irreverente, que por principio
no se toma en serio a sí misma, una vocecita que tiene
la amable ocurrencia de querer hilvanar lo intrascendente como
parte de un sabio conjuro. Y que en su conjuro escribe la intrascendencia
para que lo trascendente se haga presente alrededor como por un
proceso serigráfico. Monterroso principia a escribir despreocupado
sobre, digamos, las moscas, rompe momentáneamente el hielo,
y cuando su pluma se despereza empiezan a sumársele trascendencias
imprevistas. Llamada por las moscas, la trascendencia se enrosca
en la pluma de Monterroso, se hace lugar flotando arriba, o vigila
por debajo, camuflada.
***
A veces,
el texto de Monterroso quiere hacer completamente evidente esa
superconciencia, sacársela cortésmente de encima.
Y entonces se refiere a sí mismo con un pasajero rezongo,
se llama la atención. El narrador se reprocha a sí
mismo un adjetivo no demasiado pensado, invitado por una necesidad
casi natural en la cadena sintáctica, o llamado, un poco
artificialmente, a cumplir un clisé retórico. Y
en cuanto se pone prudencialmente serio y literaturoso, surge
como una cosquilla, y entonces sabemos que llegará a continuación
la consabida humorada autorreferente.
O advierte sobre, o se disculpa por, una metáfora que
llegará a continuación, cuando en verdad lo que
viene a continuación no es tan precisamente una metáfora,
tal vez una metonimia, mas una sinécdoque, o cualquier
otra clase de tropo. O se excusa de una comparación no
demasiado feliz, y en el mismo texto la revierte, como por ejemplo
en Navidad. Año nuevo. Lo que sea, cuando dice:
"Las tarjetas y regalos que año tras año envías
y recibes o enviamos y recibimos con ese sentido mas o menos
tonto que te o nos domina, pero que paultainamente a base de
una interrelación de recuerdos y olvidos vas o vamos dejando
de enviar o recibir, como, comparando, esos trenes que se cruzan
a lo largo de la vía sin esperanza de verse nunca más;
o mejor, ahora autocriticando, pues la comparación con
los trenes no resulta buena ni mucho menos, toda vez que se necesita
ser un tren muy estúpido para no esperar volverse a ver
con los que se encuentra (...)".
O un cuento que nada tiene de experimental, y que nos mantiente
engatusados como tontos semánticos, se pone sintáctico
de pronto e irrumpe una puntuación excéntrica,
como por ejemplo en Bajo otros escombros, cuando en medio
de una intriga que se volverá policial, tendrá
un crimen pasional o algo de equiparable envergadura semántica,
Monterroso se descuelga con esta frase que habla de empleados
que anhelan regresar a sus casas: "nadie sabe por qué,
a sus casas, aumentan y corren laboriosos tras los autobuses
y los tranvías que pasan allí cerca repletos hasta
que. Por fin, de pronto, descubren en él una agitación...".
Y entonces comienza a sospecharse si no será ésto
un error de la edición, o si finalmente es Monterroso
tan endiablademente sutil, tan molesto, tan perversamente literario.
Pero aparece lo mismo una y otra vez, el caso del principio de
Las Criadas: "Amo a las sirvientas por irreales,
porque se van, porque no les gusta obedecer, porque encarnan
los últimos vestigios del trabajo libre y la contratación
voluntaria y no tienen seguro ni prestaciones ni; porque como
fantasmas de....". Y entonces no queda mas remedio, que
culpar a; Augusto Monterroso y su; sintactismo travieso.
***
Es
ciertamente travieso, y hasta un poco vanidoso, el ímpetu
de esos textos monterrosanos que parecen contentarse con ser
simples juegos de ingenio. Matemática literaria, ejercicios
ociosos. "De la erudición, lo que más me atrae
es el juego" escribió en La palabra mágica.
Nada más exacto para comprender su maniática propensión
a los palindromos, o palindromas, como el dice que se dice en
Onís es asesino, palindroma que da título
a su texto de Movimiento perpetuo y en donde luego de recordar
que un palindroma es una palabra o una frase que puede leerse
igual de derecha a izquierda como de izquierda a derecha, se
despacha con unos cuantos, entre malos, muy malos, buenos y muy
buenos, pero sobre todo asombrosos, como aquel que dice le "costó
horas de esfuerzo, pero tan escatológico, para vergüenza
mía que me apresuro a ponerlo aquí: ¡Acá
caca! (...)", o aquel otro "falsísimo pero que
a todos en un momento dado nos pareció auténtico,
pues en esos días se hablaba del Premio Noble para Alfonso
Reyes: -Alfonso no ve el nobel famoso- , que no se lee de atrás
para adelante ni de broma (...)".
Es difícil no dudar de este humorista que no quería
serlo, si en cada dos de tres textos nos topamos con cosas como
la que sigue: "El poeta se dio ese gusto en vida; único
estado, viéndolo bien, en que uno se lo puede dar".
Pero es verdad que el estigma aprieta, y que a buena parte de
su obra le sobra tristeza. El humor de Monterroso reside, básicamente,
en que a sus impulsos no los censuran sus frenos. Hay algo así
como impulsos humorísticos y frenos que no llegan, o impulsos
a los que se frena pero frente al lector, sobre la marcha del
texto. Llega una idea tonta, reprimible, y sin embargo se la
corteja y se le da la bienvenida. Y queda la opción lúcida
y la opción que desbarata la opción lúcida,
juntas, ambas posibles. Obras completas (y otros cuentos),
La oveja negra y demás fábulas, son dos
de sus títulos.
El
primero anula exquisitamente el concepto de obras completas,
el otro desbarata la condición genérica de la fábula
con un atributo que para mal de los males, indica excepción,
y excepción negativa. Ese es el humor, tan básico
como efectivo, de Augusto Monterroso. En cuanto al manejo de
su otro registro más celebrado, la ironía, no alcanzarían
cien páginas para las consideraciones preliminares.
***
No
es verdad que no alcancen cien páginas para considerar
preliminarmente la ironía monterroseana. No en vano estas
palabras se dedican al predicador de una brevedad no predicada.
De todos modos los tres hechos son indiscutibles: a) Monterroso
escribe breve (aunque no lo predique), b) Monterroso es endiabladamente
irónico, y c) puede hablarse, brevemente, de la ironía
monterroseana. (Al margen: esta forma de tipificación
es otra de las manías de Augusto Monterroso).
Como
hay una biblioteca gigantesca dedicada a considerar especialmente
la ironía literaria, sus intríngulis y formas,
pre o postmodernas, y como este tema si es desde todo punto de
vista inabarcable en estas páginas, contentémonos
con decir que Augusto Monterroso la practica, y vaya cómo,
en casi todas sus formas. En la elemental acepción de
lo que se considera concensualmente ironía, vale decir,
una figura que consiste en dar a entender lo contrario de lo
que se dice, un contraste fortuito que parece una burla, y también
en el modo en que sus textos refieren a otros también
suyos. Desplazamientos o contrapuntos irónicos; ironías
abiertas en un libro, para ser completadas en otro.
Si
se dispensa la comparación, y el escaso fundamento, Augusto
Monterroso se parece mucho a Borges: en la irresponsabilidad
genérica, cuentos que se han vuelto ensayos, libros que
compendian textos que unas veces son relatos, otras homenajes,
o simples cuestiones que ocupan el pensamiento. Pero también
se parecen en la medida en que ambos fabulan y construyen literatura
con literatura, montando una aparatosa autopista bibliografica
de la que siempre es prudente desconfiar.
Epígrafes ficticios de autores utópicos, atribuciones
falsas, personajes reales pasando por ficticios, como Bárbara
Jacobs, su mujer, en Lo demás es silencio, referida
rápidamente en una nota a pie, o como Eduardo Torres,
el sesudo intelectual que protagoniza la misma novela, que no
deja a Augusto Monterroso en paz, y es citado como realidad en
los libros siguientes. Y como el propio título de esa
novela, epígrafe además del libro. Una frase atribuída
efectivamente a Shakespeare, pero que Monterroso no la encontró
en Hamlet sino en La tempestad.
Sucede
que Eduardo Torres, suerte de Evaristo Carriego más torpe
e inelegante, sintetiza todo lo que obsesiona a Augusto Monterroso:
el escritor, o más precisamente el intelectual, como raza,
como curiosidad antropológica. Toda su literatura es un
testamento, una dura y sucia constancia, de las pretensiones
y los temas-angustias de esta clase de hombre: sus libros-fetiches,
sus ideas y amigos fetiches, sus citas prestigiantes como certificados
de status, sus bibliotecas llenas de libros no leídos
y sus cabezas llenas de ideas nunca realizadas. Los escritos
de Monterroso son un satírico y malvado glosario de los
mas horribles tabúes intelectuales.
Basta leer El paraíso: no más que una breve
lista de las trampitas neuróticas que el lector se hace
a sí mismo para no leer una obra que debe leer. Ese deber
leer prestigiante con que la institución literaria acaba
con el puro placer de la lectura. Sí, trampitas, como
las de "ir a orinar, o rascarte la espalda, o bajar por
un vaso de agua, o poner un disco, o cortarte las uñas,
o encender un cigarro, o buscar una camisa para el coctel de
esta tarde, o llamar por teléfono, o pedir un café,
o asomarte a la ventana, o peinarte, o mirarte los zapatos, en
fin, todo ese tipo de cosas que hacen agradable una buena lectura,
la vida."
***
Hay
algo sobre lo que Monterroso piensa regularmente en sus escritos.
Se trata de una pregunta claramente ociosa, formulada además
un tanto vacuamente: ¿por qué el escritor deja
de escribir un día? Idea que le ha sugerido Eduardo Torres
y que el sabe no tiene respuesta, pero que con escepticismo e
inercia voluntariosa siempre se las arregla para llevar a sus
páginas. El ánimo de dilucidación no le
asiste y la pregunta siempre queda abierta. Es en la derrota
anticipada, y en la certeza absoluta de que dar cualquier respuesta
sería dar cualquier respuesta que se tomara demasiado
en serio a sí misma, que parece preferir hilar sus fragmentos
de prosa perfectamente distraída de su perfección
con cabos sueltos, razonamientos subalternos, ideas polizones.
Y cada vez que esta pregunta absurda-por qué un escritor
deja de escribir- reclama a Monterroso, cada vez que este sofisma
que quiere hacer general una pregunta que solo admite respuestas
esencialmente subjetivas, por definición individuales,
se invitan a ser escritas por el escritor, llegan a continuación
otras preguntas. (Hay que acotar aquí que lo de "se
invitan a ser escritas por el escritor' no le gustaría
a Augusto Monterroso.
Ya lo ha dicho en La palabra mágica: "Otra
cosa que se dice ahora con frecuencia es que uno no escoge los
temas sino que los temas lo escogen a uno; y es probable que
el primero que dijo esto (yo lo leí por primera vez en
Elizabeth Bowen en 1954) haya dado un salto de alegría
ante tan lindo hallazgo. Pero esa frase, como tantos otros productos
del ingenio humano, pasó a ser un lugar común que
en la actualidad, penosamente, muchos escritores repiten como
si ellos la acabaran de acuñar, y se quedan contentos
y el reportero la anota resignado y les dice ¡qué
bien!. Y luego la frase pasó a los políticos y
ahora éstos también dicen compungidos que la política
los escogió a ellos y, naturalmente, que a eso se debe
su sacrificio por el pueblo"
Por prudencia entonces mejor diremos que cuando Monterroso escoge,
dentro de las infinitas ideas plausibles de ser escogidas, ésta
sobre por qué el escritor deja de escribir, llegan a continuación
otras preguntas, siempre inmediatas y las mismas, como por ejemplo
por qué el mundo está repleto de poetas que no
escriben y novelistas convertidos en cualquier otra cosa, todos
ellos virtualmente antologados en lo que Monterroso llama la
"invencible Historia literaria de lo que no se escribió",
y por qué paradojalmente también el mundo tiene
escritores que en realidad son mas bien policías, mecánicos
dentales, criadores de chinchillas o maestros reposteros.
Es en esa duda aparentemente pueril, que Monterroso deja de ser
satírico. Se vuelve sentimental, más que nunca
serio.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 43
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